Y allí estaba, solo en el que había sido mi hogar durante toda mi vida, mi cama me daba el cobijo necesario para abandonar este mundo con la pena de saber que, tras mi muerte, Ainielle quedaría despoblado bajo un manto infinito de lluvia amarilla.
Sabía que me quedaban pocas horas, quizá minutos, para respirar el aire fresco del pirineo aragonés que entraba por la ventana y marchar con la pena de mi muerte pues ésta también supondría la muerte de mi pueblo pero entonces ocurrió algo totalmente inesperado.
Desde mi estancia y con mis últimos alientos, escuché el sonido de un coche, sus motores se apagaron y sus puertas se abrieron, entonces oí una familia con niños pequeños, buscaban una propiedad que habían heredado y que, por lo que pude escuchar, querían restaurar y convertir en un hotel rural.
Minutos después morí tranquilo con la alegría de saber que yo me iba pero nuevas vidas llegaban a mi adorado Ainielle y la alegría volvería a recorrer sus calles.