«LA MAQUINA DEL TIEMPO»

Desde que había descubierto el secreto que escondía la pequeña librería, medio escondida entre los vetustos muros de un antiguo convento de Dominicos, sólo soñaba con su próxima aventura. Porque su secreto no era otro que, al atravesar su umbral, el cliente podía viajar al tiempo y lugar que deseara.

Había caminado con los hombres de Hannibal cruzado los Alpes, aterida de frío viendo a los elefantes sucumbir a la penosa travesía.

Había surcado los mares, del mediterráneo al pacifico, de un confín a otro del mundo, junto a comerciantes fenicios y valientes exploradores españoles.

Había peleado bajo las águilas con las legiones romanas de Cesar en Munda y contra las de Escipión en la asediada Numancia.

Había pintado bisontes en lo más profundo de las cuevas, a la trémula luz de las antorchas, mientras la chamán, con su bebe en el capazo, entonaba hermosos y misteriosos cantos ancestrales.

Había acechado rinocerontes lanudos, escondida entre el follaje junto con sus hermanos de caza neandertales, en los hermosos valles de la sierra madrileña, rodeados de blancos glaciares que refulgían cegadores al Sol.

Había contemplado el amanecer desde el alto zigurat de Babilonia, visto atardecer desde el faro de Alejandría y sumergido en un mar de estrellas tumbada en las almenas de un oppidum carpetano.

Había luchado junto a diferentes soldados, compartiendo con ellos un miedo que siempre era el mismo, desde los sangrientos campos de las Navas de Tolosa, a los horrores del monte Arruit o las trincheras de Verdún o del Ebro.

Al terminar de subir las escaleras y asomarse a la librería, no pudo evitar sonreír emocionada al contemplar los centenares de libros que le esperaban cargados de aventuras, de vida.

—Bienvenida de nuevo, —le dijo el librero devolviéndole la sonrisa —¿a dónde y cuándo te gustaría viajar hoy?