Como cada año en la noche del 23 de Junio, mi novio y yo, íbamos a la playa para ver el cielo estrellado en una toalla junto a la hoguera.
Mi novio se llamaba Juan, y en su familia, es una costumbre llamar Juan a todos los primogénitos: hablamos de que esa tradición en su familia se remonta al siglo XVIII, creo que me dijo, de toda la historia que me contó solo me acuerdo de lo del primogénito.
Esa noche, acabé sola en la orilla del mar, al lado de una fogata y quemando el último recuerdo que me quedaba de él. No hay que ser un lumbreras para saber que esa noche me dejó.
Últimamente lo veía más distante conmigo, se le olvidaba cuando quedábamos y no me avisaba para ir a las comidas familiares. La primera vez lo dejé pasar, pero hubo tantas que la mosca detrás de mi oreja ya me decía que si era tonta, que actuara.
Esa noche fuí a la hoguera con intenciones de dar un paso más y decirle que quería estar siempre con él y con nadie más, que yo arreglaría todo lo que estaba pasando para que la magia no se apagara entre los dos.
Estaba dispuesta a volver a prender la mecha de nuestro amor de esa hoguera que nos iluminaba, cuando me dijo: Lucía, ya no estoy enamorado de tí. Lo siento pero no es por tí, es por mí, y no sé que más trolas salieron de su boca antes de marcharse sin despedirse siquiera.
Con lágrimas de desengaño que brotaban de lo más profundo de mi alma, saqué una foto en blanco y negro, le dí un beso y la arrojé al fuego. Tocándome el vientre juré, que el último nombre en el mundo para llamar a mi bebé, sería Juan.