Tranquilo. La puerta se abrirá enseguida. ¡Qué impaciente eres! El cristal refleja tu rostro y agachas la cabeza, reafirmando la inseguridad de tus últimos años. Aprovechas para mirar los cordones de tus zapatillas, los cuales cortaste para que el lazo no fuera demasiado ancho. Ahora están dispares, y piensas que el mundo te juzgará por ello. Sí, esas personas de tu alrededor, que aparentan estar tan seguras de sí mismas.
La puerta se abre. Disimuladamente levantas tu mano derecha y la acercas a tu pecho, para asegurarte de que esos pinchazos son producto de los nervios, como tantas otras veces. Te da vergüenza que alguien te juzgue incluso por eso. El sol entra majestuoso con esa luz que despide la tarde para dibujar sombras en el pasillo, mientras tú buscas tu sitio con los ojos semicerrados y un rictus atenazado. Pero algo te inquieta, si cabe, aún más. Contemplas perplejo cómo se repite el mismo número en todos los asientos, y por supuesto no es el tuyo.
Empiezas a oír murmurar a la gente, sientes el calor en tus mejillas, la presión sobre tus sienes, y un nudo en tu estómago. El murmullo se acentúa y las miradas se multiplican. No sabes dónde buscar, mientras empiezan a aflorar las primeras carcajadas.
De repente algo golpea el suelo; es un libro que cae justo delante de ti, abierto por la primera página. Te agachas a recogerlo y comienzas a leer:
«Has vuelto a utilizar la segunda persona en tu relato porque te da miedo ser el narrador de tu propia historia. Algún día dirás: “Yo soy el protagonista de mi vida”, y te conjugarás como te mereces, en primera persona».
Al otro lado del tren, alguien comenta mientras ojea su móvil: «El lazo de su zapatilla ya es trending topic».
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes