—Hoy ha muerto mama, o quizás ayer, no lo sé. Recibí un mensaje de la residencia. —Le dijo Manuel a su esposa María, la cual contestó:
—Te debería decir, “lo siento”, es lo que se dice en estos casos, supongo. Pero te mentiría y nunca lo he hecho. Cuando nos casamos nos juramos absoluta sinceridad y ahora no voy a romper mi promesa.
Manuel rompió a llorar desconsoladamente, al fin y al cabo, era su madre y aunque no se había portado demasiado bien con su esposa, ahora ya todo eso no importaba. Solo pensaba que había muerto sola, sin nadie que la cogiera la mano en sus últimos momentos. María le acogió entre sus abrazos y le consoló, pero no mostró ni un ápice de tristeza.
—¿Cómo puede ser que de tus ojos no salga ni una sola lágrima? —Le dijo Manuel a María.
—No puedo llorar por alguien que nunca conocí, que ignoró mi existencia desde el principio hasta el final, a pesar de que yo hice todo lo posible por agradarla. Siempre le compraba un regalo por su cumpleaños, por navidades. Incluso pagué parte de su estancia en la residencia, aunque ella ni tan siquiera lo supiera. He soportado todos sus desprecios por el gran amor que siento por ti. ¿Sabes? Ahora siento lástima por ella, por haber tenido que morir sola. He hecho por ella todo lo que me has pedido, pero no me pidas que llore, no puedo llorar. Ya he llorado bastante, todos esos días que me quedaba sola en casa, cuando tu ibas a verla o todas esas nochebuenas que pasaba sin estar a tu lado, porque tu preferías pasarlas con tu madre.
Manuel miró a su esposa y comprendió el gran amor que sentía por él, por primera vez desde se casaron, no dejó que María se quedara sola.