«Nos vemos a las dos»

El reloj de la estación es inexorable. A ritmo marcial, marca las dos en punto y puntual la furiosa locomotora irrumpe entre los impertérritos e indiferentes andenes. Billete en mano, soslayo su margen superior en busca de no sé muy bien qué. Otra ausencia, mi mente en blanco. Sé al menos que me encuentro de pie, pero siento un inmenso impulso a salir del vagón. Otra crisis... ¿Es realmente otra crisis?

Ya me tomé la pastilla que me recomendó el médico. Sin litio no sé qué haría... ¿O haríamos? Solo sé que ella dormita en los recovecos de mi cráneo, que ahora siento al borde de la implosión. El veintidós, he de buscar el veintidós. Es mi asiento. Justo al lado de la ventana. Su paisaje cabalgante me lleva al nirvana, pero ¡un segundo! Miro al asiento delantero y en letras doradas grabado en el reposa cabezas... ¡¿El veintidós?! ¿Quiere eso decir que me he equivocado? El señor barbudo de dos filas más delante me lanza una mirada incriminatoria que directamente sentencia a muerte. «Tranquila, Sara, son imaginaciones tuyas. ¿No estabas durmiendo?», digo. 

No soporto más la presión de esos azabaches penetrantes. Cambio a un asiento libre, esta vez de pasillo, cuando para mi sorpresa... ¡vuelve a ser el veintidós! No puede ser, me siento morir. ¿Cómo un puto número tiene la capacidad de amargarte la existencia con semejante acoso? ¿O son enajenaciones mías? Noto un golpe en el hombro derecho; es una azafata preguntando si tengo algún problema. La miro sin verla y me aventuro a encontrar otro asiento cuyo destino sea la paz y la calma. Por un momento, mi reflejo en el cristal parece estar hablándome: «nos vemos a las dos», dice.

No puedo evitar sucumbir a su reclamo...
Mi cabeza, contra la ventana...
¡Sara!