Siempre he pensado que entre las mujeres de mi familia existía una maldición. Mi abuela fue una viuda joven con tres críos, a mi madre la abandonó su marido y yo convivo con una persona que no me quiere. Somos mujeres sin amor, por mucho que lo deseemos.
Pero ahora empiezo a cuestionar todo. Hace un mes mi querida abuela falleció. Heredé su casa y su consejo de que me reinventara. Yo, la miedosa que no arriesga, ni se separa ni cambia de trabajo. Entre sus cosas encontré una caja de cartón con cartas y una nota que ponía: Para quemar. No pude resistirme a cotillear y me sorprendió ver que eran cartas apasionadas de un desconocido. Hablaban de encontrarse en una playa, a la luz de las hogueras de San Juan, de dejarse llevar, de amar. Nunca lo hizo, nunca dejó a sus hijos.
Hoy es 24 de junio, estoy en un tren y acaricio la caja en mi regazo. Me siento excitada como una adolescente de cuarenta años que se va de casa. Por la noche en la playa, noto el calor del fuego en mis mejillas, todos cantan y bailan, están locos, estoy loca. Me acerco al fuego, lanzo la caja. Veo como arde. Un impulso desconocido hace que me quite la alianza con rabia y la arroje también. Salto de alegría. El bolso me pesa, me sobra, pero una pizca de coherencia hace que solo saque la tarjeta de fichaje del trabajo y en milésimas de segundos la veo volar hacia el fuego. Miro como se derrite, sonrío. En ese momento siento su presencia, es insistente. Curioseo a través del fuego y noto como unos ojos negros y profundos me están examinando. Nos quedamos enganchados con la mirada, nos decimos todo y nada. Nos reconocemos, saltamos.