«Un billete de ida»

Pido el alta voluntaria y saco un billete para el primer tren que me lleve de vuelta a casa. No esperaba esa noticia tras el tratamiento tan duro al que me he sometido pero tampoco puedo hacer nada por evitarlo,  solo me queda regresar al lugar donde siempre me siento feliz, sé que allí afrontaré la situación con amor,  que no me soltaran de la mano y que el viaje será más llevadero. Es donde quiero despedirme de todo y de todos.
Subo al tren cansada, las fuerzas comenzaron a fallarme hace semanas y mi cuerpo nota la falta de esa chispa que siempre me acompañaba para comerme el mundo.
Busco mi asiento pero algo extraño ocurre. Mis ojos ven el número 23 en los dos asientos que tengo a mi izquierda, giro mi cabeza hacia el lado opuesto y ese mismo dígito marca los sillones que visualizo. Cierro los ojos negando con la cabeza y vuelvo a abrirlos esperando que haya sido una confusión de mi maltrecha vista pero no, esa marcación vuelve a centrar mi mirada. Avanzo unos pasos y misma situación, así con todos y cada uno de los asientos.
Recibo un fuerte calambre en mi mano, la que sujeta la biblia que mi abuela me regaló en la primera comunión y que me ha acompañado en el último ingreso; entonces lo recuerdo, la Sagrada Escritura habla en sus páginas del número de la muerte y lo reconoce como el 23.
Nunca fui demasiado creyente aunque en las últimas semanas he sentido de cerca a Dios; quizá sea por mis miedos, tal vez por la esperanza de ir a un sitio mejor, no lo sé.
Decido sentarme en uno de esos asientos y dejar que ese billete de ida me lleve a donde mi destino esté escrito.