«Una repentina luz»

Melga entró en la librería hecha una furia. 

—¡A mí, que he descubierto tres variantes del sortilegio «Clarividencia»! 

El portazo despertó la atención del tranquilo Eglefin. El librero levantó la vista de un mimado ejemplar de la «Historia de Barj Mehim». 

—Entiendo que no ha salido bien.

—¡Tú es que eres un entendidillo! —gruñó Melga. Hizo una pausa—. ¡Ay, perdona! ¡Es que no soporto a esos imbéciles de la Academia Saidí de la Magia! ¡No aceptan mi candidatura! 

—Ajá.

—¡Porque soy mujer! ¡Y nadie hace nada por cambiar la situación!

Eglefin hurgó en un cajón del mostrador, extrajo una extraña frasca de vino de Aegrolej y se la tendió.

—El día en que me prohíban vender libros... Cuéntame.

Melga engulló un trago que le quemó como si invocara a un elemental de fuego.

—En realidad, no ocurre nada nuevo— admitió con repentina calma.

Eglefin sonrió y ojeó un pequeño ejemplar sin nombre que tomó de una estantería. Melga se sintió más liviana.

—Son unos señoros repugnantes. Llevo más de 9 años investigando la magia. ¿En qué mundo vivimos?

Eglefin murmuró unos versos. Ella sintió un cosquilleo en las entrañas.

—¿Qué haces, viejo loco?

—Necesitas unas pequeñas vacaciones. O un poco de perspectiva, tómalo como quieras. Así que voy a abrir una puerta durante un día. Al otro lado...

Un vacío se abrió bajo los pies de Melga.

—¡Malditoooooo!

Ocurrió una repentina luz.

Melga miró alrededor. Una plaza de suelo empedrado y un edificio de ladrillo con un campanario. Una muchedumbre de mujeres, con extraños ropajes morados, vociferaba en un dialecto desconocido. El aire hedía a quemado.

Confundida, Melga recitó el encantamiento «Entender lenguas». Empujada por el gentío, leyó un cartel que había sobre un pozo: «Metro: Puerta del Sol». Una compañera chilló a su lado y se sintió enardecida por su energía, por su pasión. Otra llevaba un cartelón en las manos. Decía: «Vivas, libres, iguales».

Entonces, comprendió.