El movimiento del tren me provocó un profundo sopor, como un bebé que se duerme cuando le mecen su cuna, pero un fuerte golpe me despierta de repente y me encuentro en otro tren. No puedo salir de mi estupor, los cómodos y ergonómicos asientos, habían tornado en unos viejos bancos de madera, como los de antaño. Un fuerte olor a quemado entraba por las ventanillas, era el del vapor que impulsaba la marcha del tren, mucho más lenta y taciturna. Aunque lo más estremecedor fue observar los rostros de los pasajeros, totalmente diferentes a los que dejé cuando cerré los ojos. Sus caras ya no reflejaban la felicidad de aquellos que marchan rumbo a sus vacaciones y había sido sustituido por un gesto serio, amargado y temeroso. En los asientos se mostraba siempre el mismo número, el ciento sesenta y nueve, una y otra vez. El luminoso día que hacía que todo el vagón se iluminara, se había convertido en noche cerrada y se hacía difícil hasta caminar. Quiero salir de este fatídico bucle, de este sueño estremecedor y volver a mi amable realidad. Fue el llanto de un niño el que me sacó de mi pesadilla, para introducirme en otra peor.
Ahora estaba en un vagón de mercancías, prácticamente a oscuras, sentado en el suelo, como el resto de los pasajeros. Pero no me eran desconocidos, eran mis vecinos, amigos, el tendero de la esquina, el banquero de la calle de abajo, todos varones, todos judíos, como yo.
Ya no puedo distinguir entre los sueños y la realidad, no sé si la pesadilla es real o la realidad solo es una pesadilla, ni lo que nos espera al final de este infinito viaje.
Y en mi brazo tatuado, el número ciento sesenta y nueve.


Buena lectura