—Quiero tiritas.
—¿Pa tu corazón partío?
— ¡Déjese de bromas! —Sacó un arma y apuntó directamente a la sien de la farmacéutica—.
La dependienta tragó saliva, mientras sentía cómo el cañón del arma temblaba sobre su cabeza.
—Póngame un kilo de Paracetamol. Disculpe, ¿lo tiene efervescente? —puntualizó el joven ladrón con decoro—. Es que la abuela se traga muy mal las pastillas.
—Sí, por supuesto —se apresuró a responder la joven mientras el ladrón apartaba el arma para que esta pudiera trabajar con comodidad.
Con las pastillas sobre el mostrador, el ladrón encorvó la espalda y se acercó lentamente al rostro de la farmacéutica.
—Señorita, tengo otro problema. Tengo eso que... se sufre en silencio —dijo con una vergüenza inusitada—.
—Aquí tiene Hemorroidyl, ¡mano de santo! ¿Desea algo más, caballero?
Riiiiiiiiing, riiiiiiiiing. —El sonido del teléfono llegó como agua de mayo.
—Tranquila, abuela, ya tengo lo del reuma para usted. ¡No, no le puedo pasar el teléfono a la dependienta!
—Por mí no hay problema —dijo con ímpetu la joven, que cogió el teléfono al instante y se dirigió a la mujer: —Señora, no se preocupe; tenemos Paracetamol efervescente, y también el tratamiento para su reuma.
—No, señorita; yo quería hacerle una pregunta a usted, sin que él me escuchara.
—Por supuesto; dígame.
—Quería saber si tiene usted algo para hacer que mi nieto sea feliz.
—¿Cómo dice?
—Hija mía, ¿tú podrías darle un abrazo?
La farmacéutica se mostró reticente en un principio; pero aceptó al oír el último «por favor» quebrado de la mujer. Salió del mostrador, se acercó al ladrón y lo abrazó con tanta fuerza que el arma cayó al suelo, sin que su mano frágil pudiera sostenerla. El ladrón rompió a llorar entre los brazos de la joven, mientras comenzaban a oírse las primeras sirenas.
Buena narración Rubén.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes