Dani, nunca había pensado que treinta años después de haber hecho la “mili”, tendría que volver a empuñar un arma, esta vez en una guerra real, pues permanecía en la reserva del Estado.
En un abrir y cerrar de ojos, sin saber cómo ni por qué, ya se había despedido de su mujer y su pequeño Alberto para unirse a las tropas españolas que partían hacia Afganistán.
Lo primero que notó al llegar allí fue la rareza en el aire, olía a polvo, pólvora y muerte; a pobreza, lágrimas y auxilio.
Iba en una misión de paz, pero debía emplear la fuerza si las circunstancias así lo requerían. Tenía que rescatar a los tres hijos de unos diplomáticos afganos que ya habían sido asesinados y traérselos consigo a España.
Fue fácil localizarles porque seguían viviendo en la embajada, sacarlos de allí fue lo difícil, tuvieron que hacerlo a la fuerza. Los talibanes no permitían que nadie abandonase su tierra, así que hubo un tiroteo y por mucho que Daniel y su tropa lo intentaron no pudieron evitar que fallecieran los dos hijos mayores. El pequeño, de seis, a pesar de su corta edad logró entender que los españoles iban a protegerle y colaboró en todo.
Consiguieron salir de allí dejando muchos muertos a su paso y se resguardaron en un campamento amigo no muy lejos de la ciudad. Ya allí calmaron al pequeño que no cesaba de llorar, le dieron de comer y le preguntaron su nombre, su respuesta fue:
—Alhamad-Ahmed; murmuró.
Daniel se rio y dijo:
—Bueno, te llamaré Al como a mi hijo.
Toda la tropa lo cuidó y consintió hasta que llegó un transporte que los pudo traer de vuelta.
Dani acogió a Alhamad en su hogar. Fue el hermano que Alberto no paraba de pedir.