Habían pasado pocos meses desde que el pequeño Joaquín naciera, pero muchos más desde que casi todos la empezaran a observar con una mezcla de enojo, decepción y lástima. A casi nadie pareció alegrarle la noticia de su embarazo a tan poco tiempo del inicio de los Juegos Olímpicos. Ella, la esperanza de oro de su país, comenzaba a ser vista en el Centro de Entrenamiento de Excelencia como una paria, como si lo que tuviera en su vientre no fuera el fruto del amor y la bendición sino una bomba que venía a dañar la imagen del atletismo nacional.
Si, quizás junto a su pareja no lo habían buscando, pero allí estaba, creciendo, y eso la hacía muy feliz, aunque las miradas quemaban, ardían con la intensidad de mil soles. Solo su entrenador se mantuvo fuerte junto a ella, diciéndole que la esperaría el tiempo necesario para que el embarazo llegara a buen puerto y ya si pensar en los Juegos.
La pistola sonó y ella corrió, como nunca antes en su vida lo había hecho. Y no lo hacía por una medalla o por su patria: aquella Hija del Viento buscaba acallar todas esas voces críticas que tanto daño le hicieron en esos largos meses. Y cuando llegó, vio el tablero (que marcaba un récord mundial) y vio a su marido junto a su hijo llorando de emoción. Su triunfo estaba consumado.
