Andrés, aquel huraño hombre encorvado y lleno de arrugas que casi no hablaba con los lugareños, se sentó en la mesa aquella noche del 24 junto a una sencilla taza de té. Mientras la removía empezó a mirar una vieja foto que tenía frente a él, era su feliz y amplia familia. De repente una lágrima brotó de su mejilla y se hizo una pregunta, ¿por qué estoy solo?
Se puede decir que Andrés tuvo una vida plena, una esposa preciosa llamada Inés, tres hijos estupendos y nietos para parar un tren. Lo tenía todo para ser feliz pero en cambio ahora vivía solo lleno de tristeza y desasosiego.
– ¿En qué momento se desvaneció todo? – le preguntaba a la foto.
No fui un esposo severo, amaba a mi mujer y le di todo lo que tenía incluso más, pero me abandonó muy pronto, la enfermedad que padecía se la llevó consigo. Mis hijos me arroparon sacándome del ostracismo en el que me sumí, pero con el tiempo las visitas se fueron reduciendo y empezaron los reproches que yo no entendía. Aunque nunca perdimos el contacto casi no hablamos, tienen sus vidas lo comprendo, yo ya no soy importante.
– Ya solo me quedas tú– dijo mirando a un Teckel más anciano que él.
Tras acabar su té, se levantó de la mesa y empezó a observar por la ventana. La calle estaba llena de familias celebrando la navidad, abrazándose y riendo.
– Vamos a la cama viejo amigo, nadie se acuerda ya de nosotros.
Desde la cama oía las risas de los niños y los villancicos que ponían en la plaza. Poco a poco sus ojos se fueron cerrando hasta que al final...