«Aviones de papel»

Los rebeldes controlaban las calles. Prohibían a los ciudadanos salir de sus casas, cada dos días dejaban raciones demasiado justas en los portales de los edificios. Tenían sus motivos: cuando cayeran las bombas no les culparían de las muertes de los civiles.
Ahmed e Irina mantenían el contacto a treinta metros de altura y a cincuenta de distancia. Todos los días subían a la azotea, cada uno de su casa, y se comunicaban como podían. Por suerte el edificio entre ambos era más bajo. 
Tras la primera semana de conflicto a Ahmed se le ocurrió mandarle notas a Irina en aviones de papel. Costó mucho que alguna de estas notas alcanzara su objetivo. Irina recibía una de cada veinte o treinta. En todas ellas había escritos mensajes de amor, deseos de reencontrarse.
Un día, un zumbido atronador despertó a la ciudad, y un enorme estruendo hizo saltar a Irina de la cama. Una intensa polvareda se filtraba por su ventana. Subió corriendo a la azotea y vio que donde estaba la casa de Ahmed solo había ruinas y polvo.
Irina lloró, no supo cuanto tiempo. Deseó ser parte del polvo que flotaba en el ambiente, así sus partículas volarían con las de Ahmed. Deseó que la siguiente bomba cayera sobre su cabeza.
Con un nudo en la garganta, se fijó en un avión de papel clavado en el enrejado de un generador. Lo cogió, lo desplegó, y leyó: «Esta noche saldré y me esconderé en tu portal. Te echo de menos».
Tras ella, la puerta de la azotea se abrió.