😷 Cuenta la historia de un beso no dado durante la pandemia.
Abrí la ventana. Noté el aire fresco de primavera en la cara y oí unos aplausos estrepitosos. Me uní a ellos con ganas de formar parte de algo fuera de mis cuatro paredes, de algo más grande que yo. Pasaron varios minutos y las palmas me dolían, pero no podía dejar de compartir mi agradecimiento y, por qué no, también mis temores. Hacía unos días me habían informado que mi abuelo había sido trasladado al hospital y que, por muy enfermo que se pusiera, no lo iban a intubar por la edad que tenía. Era mayor, sí, pero era persona. “¿Injusticia?” Ya no sabía qué pensar. Me habían permitido hablar con él por videollamada, y me había obligado a poner mi mejor cara, la de la sonrisa y la esperanza, pero me rompía por dentro ver que no se daba cuenta de lo que pasaba y que se marchitaba poco a poco. Dejé de aplaudir y me dediqué a escuchar. Sabía que, detrás de ese sonido descompasado y algo histérico, había muchas historias como la mía, pero no me consolaba, yo seguía teniendo las mismas ganas de llorar. Posé dos dedos sobre mis labios y los besé con delicadeza. Levanté la mano al aire y deseé que el viento se lo llevara a unas calles más abajo, al edificio blanco que se podía ver desde mi casa, y atravesara la ventana de la habitación 214. La que guardaba los últimos recuerdos de una vida plena y feliz. Noté una brisa ligera en la cara y supe que ese sería el último beso al viento, el último beso a mi abuelo. Cerré la ventana.