Deslizó suavemente los dedos por la superficie de cristal del tanque incubadora. La luz verde de la parte superior indicaba que todo estaba en orden.
— Es tan pequeña – susurró, casi para sí.—Todo irá bien – le aseguró su marido, agarrándole la mano – además, si pasa cualquier cosa, estoy yo aquí.
Asintió, convencida a medias. Habían programado la transferencia del feto de su vientre al tanque casi al mismo tiempo que supo que estaba embarazada. El nacimiento coincidía con los juegos olímpicos, lo cual era poco oportuno, así que planificaron la extracción cuando tenía seis meses de embarazo. Llevaba todo un mes demostrándoles a sus preparadores que podía nadar como antes. Mejor, incluso. Se sentía fuerte, con ganas, con algo por lo que luchar. Lo único malo eran esas dudas que la asaltaban cada vez que la miraba.
Su niña saldría del tanque, si todo iba bien, en unas tres semanas. Y ella no estaría ahí para darle su primer abrazo, ni su primer beso. Llevaba preparándose para aquella medalla de oro casi toda su vida y ahora no podía evitar pensar que estaba fuera de lugar que se separase así de su hija.
—Todo irá bien, Diana. Te lo prometo.
Él sí que iba a estar ahí para darle su primer beso, para darle su primer abrazo.
— Y tú vas a sacar esa medalla. Estás mejor que nunca, me lo has demostrado. Ahora, enséñaselo al mundo y vuelve para ser su madre. – puso las manos sobre sus hombros y la giró, para mirarla a los ojos – Pero con el oro al cuello.Con el oro al cuello. Por Olimpia.