Los dos soldados miran al niño rubio de profundos ojos azules. Llora bajito, desea pasar desapercibido, con el largo interrogatorio no han obtenido información relevante, habla un inglés muy pobre y las respuestas son ambiguas.
Salimos de madrugada de nuestra aldea. Un hombre nos guiaba, el numeroso grupo comenzó a dispersarse, los mayores se quedaban atrás y a los padres les costaba caminar con los hijos pequeños en brazos. Vimos una alambrada a lo lejos, iluminada por potentes focos, y el guía dijo que debíamos tumbarnos en la tierra hasta que confirmase que del otro lado nos aceptaban. Permanecimos inmóviles una eternidad, al respirar el polvo nos quemaba la garganta. Los adultos dudaron si regresaría o nos engañó para quedarse con el dinero y la frontera vecina no aceptaría a nuestro pueblo. Entonces escuchamos unos gritos, teníamos que correr con el alma en la boca y atravesar un agujero en la alambrada. Mi hermano me subió a sus hombros; mis padres no corrían tan rápido. Rodamos por el suelo en varias caídas hasta pisar el territorio vecino. Nos asustamos al chocar con los soldados armados, mi hermano me dejó y continuó corriendo junto al resto, desapareció olvidándose de mí.
Llevo un día sentado en este mismo banco. Tengo miedo, si mis padres no consiguen los permisos para reunirse conmigo me llevarán a un centro de acogida, puede que no nos volvamos a ver, me he inventado los datos de mi ficha. El pánico me hizo dar un nombre falso, ahora los militares me llaman como a nuestro perro.
El soldado mayor decide que si el intérprete no aparece el niño no pasará más tiempo en ese banco. Le tiende la mano y pide que le acompañe. Esa noche dormirá en su barracón, mañana dará las explicaciones oportunas a sus superiores.