Esta es la última página del diario de un cobarde.
En contra de lo que mi capitán me había ordenado, durante la marcha fingí que me tropezaba con una piedra y quedé rezagado. Aproveché para situarme en la retaguardia, lejos del peligro del fuego enemigo. Un rumor recorrió todo el batallón, un murmullo de cientos de soldados que, al unísono, pareció un rugido.
“La guerra acabó”, escuché. Lo siguieron diciendo hasta que llegó a mí. Nos miramos como si fuera una broma. Como si ya no pudiéramos creer nada. “Acabó”… Espero que nadie notara que me había orinado en los pantalones.
Se habían escuchado mis plegarias a ese Dios en el que nunca había creído y en quien dejaré de creer si algún día regreso a casa.
De repente… ¡BANG! Justo al otro lado de las trincheras, aunque nunca me lo vayan a contar de esta manera, un joven soldado del ejército enemigo estaba tan nervioso como yo. Aquella iba a ser su primera batalla y estaba en primera fila. Apenas le habían enseñado a cargar un fusil cuando los nervios le hicieron tocar donde no debía. Y… ¡BANG! La bala voló cortando el aire en línea recta esquivando milagrosamente a centenares de soldados hasta encontrarse de lleno con mi corazón.
Lo que dicen es cierto. Cuando sientes que vas a morir toda la vida pasa ante tus ojos. Los brazos de tu madre, los juegos con tu hermano, el olor del cabello de tu novia…
Ahora estoy aquí, en la cama de un hospital improvisado. Escribo en este diario por si algún día, amor mío, cae en tus manos. Espero poder ser yo mismo quien te lo entregue. Te contarán que no fui valiente y tendrán razón.
Voy a seguir rezando. A ver si esta vez me hace caso.