Hay días en que no puedo quitármelo de la cabeza y otros en que ni siquiera se dibuja un leve atisbo de aquel episodio en mi memoria. Existen momentos en que me ahogo en arrepentimiento y todavía me atrevo a sacar a pasear algunas tímidas lágrimas que terminan deshaciéndose en esta fría litera. Sin embargo, en otras ocasiones, me golpeo en el pecho para inflarme de orgullo y convencerme una vez más de que lo que hice estuvo bien.
Aun siendo verdad que no le dediqué el tiempo suficiente para que se me lanzara al cuello en forma de acusación la famosa daga de la premeditación y la alevosía, la realidad es que lo hice. Fui yo.
Tantos años sacrificados.Tantas horas dejándome la piel. He esquivado rayos en plena tormenta y me he deshidratado bajo el aplastante calor del verano. He llenado océanos con el sudor invertido en cada uno de los entrenamientos que me hicieron llegar hasta donde llegué. A esa gran final con la que había soñado desde aquel día en que apareció en mi vida y, con una sonrisa capaz de envolver el estadio en que nos encontrábamos, me dijo: te voy a llevar a la gloria y un día esas medallas de oro colgarán de tu cuello mientras el mundo grita tu nombre.
Así fue. Me acompañó en los grandes momentos y en los fracasos. Horas después de subirme a lo más alto del podio y dejarme embriagar por las millones de voces que coreaban mi nombre como campeón olímpico, hallaron dos sustancias prohibidas en mi organismo. Estaba perplejo. Mi entrenador, desafortunadamente, no. Lo entendí inmediatamente. Quien me prometió llevarme a la gloria fue también quien me la arrebató. Al día siguiente, de un magnífico impulso rebosante de rencor, lo empujé hacia su último aliento.