No le hacía un favor a nadie. Es más, ni siquiera me lo hacía a mí mismo. Lo haría si me dedicase a lo que había venido: a acabar mi máster en Arqueología. Pero, claro, alguien dio la voz de alarma y la población se vio obligada a arracimarse en las trincheras.
Bueno, realmente nadie estaba “obligado”. Pero, en una situación así, mantenerse al margen era sinónimo inequívoco de traición. Y yo no quería pasar por chaquetero. Tenía verdadero pánico a la represalia, a lo que pudiera ocurrir si me negaba a portar un fusil de asalto.
Así que ahí estaba yo, desfilando con un arma y un mono de camuflaje que en nada casaba con mi condición de estudioso de los yacimientos. Podéis cachondearos, pero fueron mis estudios los únicos que me ayudaron a salir vivo de allí. De aquel bombardeo.
No sé muy bien cómo sucedió ni mucho menos en qué orden. Solo sé que, cuando alcé la vista, un helicóptero descargaba toneladas de explosivos sobre nuestras cabezas. Me arrojé a un lado y comencé a escarbar en la arena. Como arqueólogo, conocía muy bien en qué puntos la superficie era más blanda y, por tanto, dónde resultaba más fácil excavar un refugio en el que alojarme.
Eso hice. Debí de quedarme dormido de tanto esperar. Cuando desperté, el helicóptero había sido derribado y reducido a cenizas. Tiempo después me enteraría de que un país aliado había respondido a la llamada de socorro.
Fui el único superviviente de aquella masacre. O, por lo menos, el único del que se tuvo noticia. El presidente me recibió personalmente y se deshizo en elogios nada más verme.
—Es usted un héroe. Se nota que luchó por la patria.
«No se equivoque. Luché por salvarme. A mí y a nadie más.», pensé.
—Claro, señor presidente. Por la patria. Eso es.