La escena, que ahora mismo deben estar contemplando millones de personas alrededor de todo el mundo, es muy divertida.
Mucho.
Qué leches, es desternillante.
Tanto que el locutor, que parece estar tan desconcertado como yo, no tiene claro si se trata de algo que ha surgido de forma espontánea o de una suerte de performance ideada por unos creativos algo pasados de rosca que han visto en esta entrega de medallas una buena forma de atraer la atención del gran público hacia deportes siempre eclipsados por el todopoderoso fútbol.
Yo tampoco lo tengo claro, la verdad, porque, ahora mismo, sólo tengo ojos para mi padre. Él, que desde que falleció mi madre siempre anda mustio, esquivo y huraño, constante desplante hecho carne, lleva diez minutos descojonándose a boca llena con la escenita que la TV nos está regalando.
Verlo así me convence de que he hecho bien en quedarme a ver las finales con él. Es curioso, siempre hay algo, por distanciados que estemos de los demás, que nos termina por unir con ellos. Con mi padre, siempre ha sido el deporte.
Sus carcajadas son contagiosas. Tanto como lo son los golpes en el hombro que repetidamente me da.
- Mira, hijo, mira, todos como bobos corriendo detrás de un pajarraco y los otros tres, ahí, subidos al podio con cara de circunstancias sin saber qué carajo hacer.
En la TV una hurraca, todo negrura y blancor, ave epítome del bien y el mal, apresa una medalla dorada en su pico. Cada vez que algún miembro del staff se acerca sigiloso a atraparla, con un par de aleteos y un brinco, se libra de la tentativa de presa.
Mi padre estalla de nuevo en carcajadas.
- Vuela, pajarito , vuela, demuéstrale a todos quién es el verdadero campeón -dice y, de nuevo, me da una fuerte palmada en el hombro.