Érase una vez un par de jóvenes enamorados que vivían un amor prohibido.
Como todas las historias de amor, esta comenzó con una coincidencia. Él trabajaba repartiendo verduras por las casas de los altos cargos militares del país. Ella era la hija de un general con gran peso en la guerra que vivíamos. Un día, en las cocinas de la casa del general, el chico se burló de los modales exageradamente refinados de la chica. Ella, enfadada, salió corriendo tras él mientras le arrojaba huevos. Como era de esperar, una relación con un principio así terminó en un amor intenso, con momentos robados donde se encontraban dos almas gemelas.
La familia del chico pertenecía a uno de los grupos simpatizantes del bando enemigo, como casi todos los ciudadanos sin posibles. Y fue por eso por lo que el padre de la chica le prohibió verle o hablar con él. «¡No se confraterniza con el enemigo! ―le dijo».
Ella, que era muy lista, ideó una forma de comunicarse: dejaba mensajes en código morse escritos en el reverso de las cajas de fruta que él llevaba y recogía.
Pasado un tiempo, su amor era tan fuerte que decidieron fugarse lejos de toda opresión y guerra. Pero el general descubrió su forma de comunicarse y su plan de huida.
Los esperó en su punto de encuentro para impedir la marcha de su niña. Hubo sorpresa, gritos, lágrimas y balas. Todos los ingredientes de un final fatal.
Pero escaparon, él con una bala en el hombro y ella con su amor y la promesa de una vida mejor.
―Abuelo, ¡tú también tienes una cicatriz de bala en el hombro! ―dijo emocionado―. Como en el cuento.
―Qué coincidencia, ¿verdad? ―Le guiñó un ojo mientras sonreía.