Esto ya pasó una vez. No consigo recordar si ayer o hace un millón de años. Ni siquiera recuerdo si ha dejado de pasar o si es que mi alma ya se ha acostumbrado a la pena. Pero esto ya pasó una vez.
El equilibrista se desliza por la cuerda siguiendo el olor de la rosa. De su ansiada rosa. Lleva los ojos vendados pero puede sentir a su deseada flor, porque no es necesaria la imagen para el que siente. El deseo le guía y él se deja guiar, pero tiene miedo y se tambalea. El miedo siempre desequilibra.
Por suerte va protegido, una imponente armadura que le salvará de morir entre el campo de espinas que rodea a su rosa. A su ansiada rosa. Es tan bonita, no la ha visto pero lo sabe. Lo sabe por lo que le hace sentir. Por su olor, y por el anhelo inmenso que siente de estar junto a ella, de al fin sentir sus pétalos deslizándose por las yemas de sus dedos. No existe en el mundo una rosa igual, porque ella no tiene espinas. No lo ha visto pero lo sabe.
Pero de repente, cuando ya sentía a su rosa cada vez más cerca, cuando su olor se hacía prácticamente asfixiante y sentía su perfume colándose por cada poro, cuando podía sentir incluso que la tocaba, tuvo miedo y se paró en seco. Porque el miedo, a veces, es un frenazo en seco justo antes de llegar al paraíso, por miedo a que, en realidad, estés llegando al infierno.
El equilibrista ya había estado antes en el infierno y su paisaje se había quedado tan impregnado en su retina que podía verlo incluso con los ojos cerrados. Y por un momento, allí arriba, inmóvil, volvió a él. Desapareció el olor de la rosa, de su ansiada rosa, y se transformó en un irrespirable olor a azufre. También notó como algo lo empujaba hacia adelante en contra de su voluntad y sintió como un millar de espinas se clavaban en su pecho. La armadura no estaba funcionando.
Y cuando sentía que no podía más, se le cayó la venda, abrió los ojos, y ocurrió eso que sucede siempre que alguien abre los ojos; aprendió.
No había rosa. A veces el deseo transforma la nada en flores.
No estaba caminando sobre una cuerda. Estaba en el suelo. El miedo a caer crea precipicios.
No había espinas. Tenía la armadura tan apretada, que lo que se supone que debía protegerle, era lo que le estaba haciendo sangrar.
No había infierno, solo un terror absoluto a volver a él.
Y allí parado, en medio de la nada, siendo consciente de que no había ningún peligro, pensó “Esto ya pasó una vez”
Magnífica reflexión!
Saludos Insurgentes
Me ha encantado :)
Saludos