«El jardín de Akbar»

    Sobre el tablero de parchís se movían nerviosas las fichas. Fueron lo suficientemente sofisticados como para no apoyarse en el fácil recurso del comer tras cada tirada de los ansiosos dados.
    Charlaban sobre sus expectativas. Uno, dos, tres… ¡barrera! Ahora no puedes pasar. Desde la otra orilla del tablero él la observaba hablando sobre la enorme confusión que le producía a ella ser fiel y escéptica creyente en el amor. Él vigilaba cómo ella, víctima de sí misma, parpadeaba destellos, a ráfagas, mientras con sus manos movía, desplazaba y colocaba las palabras que salían sin descanso de su boca. En menos de lo que dura la pasión en apagarse, él detestaría su forma de gesticular. Barrera. No le pareció pertinente avisarle.
    Él agarró sus dos mejillas con decisión, mientras ella, cubilete en mano, no tuvo tiempo a cruzarse con sus ojos. Barrera. La besó. Después, de nuevo, el ruido del danzar de los dados. En menos de lo que dura la pasión en apagarse, él menospreciaría sus caricias. Barrera. No le pareció necesario avisarle.         Puso su frente contra la de ella, permitiéndole, entonces sí, disfrutar del contacto antes robado. En menos de lo que dura la pasión en apagarse, esos ojos la mirarían con indolencia. Barrera. No le pareció conveniente avisarle.
    Ella ganó la partida. En casa.  No había sido su primer beso, pero sí el primero del que se arrepentiría. Frente al tablero ni siquiera una sombra a la que avisar.