«En el silencio»

Balduino de Bourcq desmontó, se ajustó el cinto de armas, se sacó el yelmo y anduvo hasta la orilla del Éufrates. Tintinearon sus espuelas de caballero en el silencio tras la batalla. La roja corriente empujaba los cadáveres hacia el desierto. Francos, normandos, sarracenos, armenios, bizantinos. Una masa informe de muertos por la cruz y la media luna, cuerpos rotos, erizados por las flechas y las lanzas.

Se secó la frente con la mano y se protegió los ojos para ver al otro lado del río.

Allí estaba Tancredo de Altavilla, montado sobre una bestia de guerra, al frente de su milicia de salvajes, una turba de normandos. Sonriente, seguro de sí mismo. Tras la tercera batalla a la que llegaba «tarde».

Balduino chascó la lengua, le sabía a sangre. «Nunca te puedes fiar de un normando», caviló con hastío.

Ambos sabían que Tancredo no tenía interés en reunirse con el ejército cruzado ni mucho menos pelear junto a él. Su misión era otra. El normando caracoleó sobre su montura, saludó a Balduino con la mano, volvió grupas y retornó hacia Antioquía.

Balduino le vio alejarse y quedó melancólico y cansado. Habían luchado juntos durante dos años, recorrido medio mundo, atravesado bosques, selvas, desiertos; codo con codo, defendiendo la cruz y otros ideales menos espirituales. Poco importaba aquello. La cruzada se había fragmentado y ahora cada perro...

Sacudió la cabeza con pesar. Quizá debería olvidar al normando y centrarse en su propio destino. En su gloria personal. En crear un feudo propio en aquellas tierras infieles. Quizá debería dar la espalda a sus amigos y buscarse un aliado entre los armenios o los griegos. Y hallar una mujer con la que sellar un pacto, como Tancredo.

O quizá no.

Pensaría sobre su futuro tras la próxima batalla.

De nuevo en el silencio.