Con cada frase, el desgarro en mis entrañas es mayor. Alba está siendo sometida a un nivel de tortura que mis ojos no pueden asumir. Cómo me encantaría estar junto a ella y decirle que aguante, que esto también pasará, que el cuerpo tan solo es un reservorio de cicatrices, y engañarle con que no se daña el alma.
Leo otra frase con la esperanza de que la realidad se detenga y aparezca un ángel que descargue justicia, que parta en dos mitades a Esteban para que se abra paso la esperanza, pero no. Este malvado coronel no va a saciar su sed de venganza.
No puedo más.
Tras cerrar el libro, la habitación pierde todo vestigio de luz. Ahora solo noto humedad y olores nauseabundos. Cuando adapto la vista al entorno me doy cuenta de dónde estoy.
Junto a Alba.
Tiene los ojos cerrados, anhelando el alivio de la muerte. Mis latidos desbocados atraen su disminuida atención.
—¿Sigues ahí, abuela?
—No, soy un amigo.
—¡Márchate!
—Tranquila, no soy Esteban.
Se ha quedado inconsciente. La cubro con mi ropa para que gane calor y dignidad. De repente caigo en lo diminuto que es este cuchitril. Imaginarme dentro de un sueño me prevendrá de un ataque de ansiedad. Quiero salir aunque si es para ver al coronel García… mejor me quedo aquí. Maldita sea, con las ganas que tenía de reventarle la cabeza y ahora me acojona encontrármelo.
Que no cunda el pánico; en cuanto se despierte Alba le susurraré canciones que ella todavía no conoce, canciones de amor, de las que calientan, nutren y alivian. Eso es lo que necesita, no mis miedos ni mi ira.
Mejor no me espero a que se despierte y empiezo ya, para que las pesadillas que ahora esté durmiendo cambien al color del cielo.
Saludos Insurgentes