La única diferencia esa noche, respecto del resto del año, era que en lugar de su programa favorito sobre jóvenes cantando, esa semana tocaba un especial de Nochebuena.
Los presentadores iban intercalando las actuaciones a través de una especie de teatrillo sobre una cena familiar en Navidad. Había un par de abuelos, padre y madre; todo muy idílico salvo el adolescente que figuraba en escena, con los cascos puestos y un teléfono en la mano.
Con tristeza pensaba que podría ser uno de esos agradables ancianos, con sonrisa falsa (los dientes, no la felicidad), que con un jersey que vio casi tanto años como él, se sentaba a una mesa como la de la escena, con sus adorados descendientes.
Pero para eso debería haber formado una familia, y no una banda de rock. Para eso debería haber sido fiel a Lourdes, su dulce Lourdes. Pero las chicas le consentían y él era débil. Fueron muchos años disfrutando de todo lo imaginable: chicas, drogas, actuaciones, discos y dinero, pero eso fue era el pasado.
Su pasado deja recuerdos, pero no deja una mano cálida que sostenga la tuya cuando el parkinson no te deja tocar. No deja un oído que escuche tus susurros después de que los excesos hayan arruinado tu voz. No deja tardes de domingo con los tuyos, en una sobremesa que querrías interminable. Ni risas de nietos tras oír tus historias.
El microondas suena y lentamente coloca la bandeja de precocinado en la mesa desierta, delante de la televisión, como cada noche.
Esa noche no será especial, y tampoco lo serán las siguientes. Cansado mira a la cocina y maldice: “otra vez me he dejado la luz encendida”.
Saludos Insurgentes