«Espejito, espejito»

Lo último que recuerda es haber abierto aquel libro, de cuyo título jamás ha oído hablar. Después, un instante de oscuridad y vacío hasta que vuelve a ver.
Aun con palpitaciones, empieza a tomar conciencia del lugar en el que se encuentra.

No está solo.

En una estancia con aspecto de salón, hay dos personas. Agazapado tras un sofá, observa la escena: una mujer, cerca de los cincuenta, provista de una capa azul y una corona sobre la testa, masajea el cráneo de una rubia sentada a sus pies. Esta lleva puesta una falda amarilla y un corpiño azul metálico con lazo rojo.
La joven emite sonidos de deleite con cada maniobra lenta de las manos.
—Dime, Blancanieves, ¿acaso recuerdas por qué te odiaba?
—Ni idea. Hace tanto tiempo que nadie nos lee que lo he olvidado por completo.
—¿Quizás estuvieses enamorada de algún enanito y yo me oponía? —pregunta mientras se escucha un "frío, frío" casi inaudible proveniente de un espejo cercano.
—Calla y sigue. ¡Qué placer, por favor!

La puerta de la entrada chirría y por su hueco aparecen dos hombres con las manos entrelazadas.
—Hola, parejita. ¿Habéis traído alimento para la chimenea?
—Por supuesto, cielo —dice el apuesto Príncipe con voz jovial.
—Genial porque el frío empieza a arreciar.

Desde la cocina se escucha una voz grave con dicción perfecta:
—Los habitantes de la humilde morada prepararon la mesa para darle gozo a sus estómagos famélicos...
—Vale, Narrador —interrumpe el leñador sacando un mantel del aparador—. Ya lo pillamos.

El visitante se queda pensativo hasta que repara en el libro que lleva en sus manos: es el que asía antes de materializarse allí. Lo abre y, en voz baja, empieza a leerlo.
De inmediato, las manos sanadoras inician un recorrido que termina alrededor del cuello de Blancanieves.