Junto a un contenedor, sobre la acera grasienta y oscurecida, un hombre se resguarda del viento gélido entre ropa andrajosa. Su cuerpo tirita, por la climatología y por el mono. Parece hablar solo, quejarse. No quiere, pero va a tener que hacerlo. El monstruo de la adicción no para de gritarle que espabile. Exige su ración, cueste lo que cueste. Consigue ponerse en pie y echa andar.
Nadie transita la acera iluminada con debilidad por las farolas. De repente una mujer adelanta al toxicómano y un ligero sobresalto lo espabila. Levanta la cabeza y ve que la de andares rápidos entra en una farmacia. Decide seguir sus pasos.
Una vez dentro escucha la conversación.—No nos queda ese producto —dice el dependiente dirigiéndose a la mujer—. Pero le puedo dispensar un genérico. Es lo mismo.
—De acuerdo —responde ella, agitada.
El intercambio de nombres comerciales activa memorias de cuando el yonqui era estudiante de farmacia. Sin pensar un momento, interrumpe:
—Yo no me llevaría eso —dice mostrando unos pocos dientes podridos.
—¿Disculpe? —pregunta el de la bata con correcta altanería .
—Eso lleva dinitrato de propilenglico, un excipiente tóxico. Además parece que lo quiere para un niño. No puedes decir que es lo mismo.
La mujer mira sorprendida por el emisor y por el contenido del mensaje.
—¿Entonces?
—Lo que comenta este señor no está demostrado. Hágame caso; no hay problema.
Ella duda unos segundos. Después trastea el móvil y decide marcharse a la siguiente farmacia de guardia, dice.
—¿Estarás contento no? Vienes hecho una piltrafa y consigues espantar a la clientela.
—No debí haberte dejado copiar mis exámenes… y ahora, si no te importa, vacía la puta caja.
Ante el rostro descreído del farmacéutico, opta por sacar un cuchillo cebollero.
—Tengo demasiados motivos para rajarte así que no me provoques.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes