Ni ella ni yo pensamos nunca que esto fuera a ocurrir. Llegar a una final de relevos por equipos de las Olimpiadas ha sido, siempre, el sueño de nuestra vida.
El objetivo que nos han marcado desde pequeñitos.
Y bajo ningún concepto imaginábamos, no ya que uno de nosotros lo lograría, sino que ambos nos tendríamos que enfrentar en la pista.
Y aquí estamos, en la noche previa al gran acontecimiento, al día que marcara a fuego nuestras vidas y porvenir, juntos, desnudos, mirando las estrellas.
Es el descanso de guerrero, la calma chicha que precede a la más iracunda de las tormentas.
Porque, joder, yo soy de Cuba -del mismo Santiago- y ella ha nacido en Texas, EEUU. Esta final tiene más morbo que cualquier otra que nadie pueda imaginar.
Los medios ya se han encargado de alimentarlo. Con una pizca de sal, un poco de pimienta y montañas de amarillismo.
Porque, claro, además, se da la circunstancia de que precisamente ese año se inaugura la categoría mixta en nuestra disciplina. Si no, de qué íbamos a enfrentarnos siendo mujer y hombre.
En esta ocasión, el signo de los tiempos va en nuestra contra y nos ha jugado una mala pasada.
Mañana ella, la Daga de Hielo, y yo, el Profeta Negro, nos veremos las caras en el tartán. Ambos iconos de nuestros países y prematuros héroes sin batalla.
Pero hoy, esta noche, está a mi lado y eso es lo único que importa.
- Oye -me dice- aunque Olímpicos, en el fondo, sólo son unos juegos. No tienen tanta importancia.
- Así es -contesto-. Y, contigo junto a mí, ya me siento ganador.
Y, así, nos fundimos en un sincero abrazo.
Ella y yo, blanca y negro, Yin y Yang, Cuba y EEUU, unidos hasta el amanecer.