Hay momentos, en que la fantasía se dibuja tan nítida en el corazón, que nos duelen sus injusticias, nos embriagan sus amores y nos despeina el viento del mar navegando sus páginas. Era uno de aquellos momentos. Sólo me alejaba del pacto de ficción para mirar, de reojo, las páginas que quedaban para que se salvara la Vida o sucumbiera ante el Odio Eterno.
Desgarrada, entre la realidad y la saga, iba, siguiendo los pasos de la Sombra. Cerré los ojos un instante y cuando los abrí, pude ver el monte, una inmensa roca de perfil brusco, donde se reconcentraban el dolor y sus frutos.
Cerca, una mujer descansaba a la vera de un árbol sin hojas, cubierta por una capa oscura con capucha, y con los pies descalzos. Por los hombros puntiagudos, que se insinuaban bajo la capa, supe que era ella. Mi corazón se detuvo un momento y volvió a latir con fuerza en mi cabeza. Tragué saliva seca con sabor a tierra antigua y pisoteada.
Quizás, si cerraba los ojos volvería a mi sillón, y todo estaría dentro del libro. Pero estando ahí, mi acción o mi inacción podía ser otro grano de arena en la balanza. Elegí ser acción.
—Hermana, a la vera de este árbol que es tu casa, como lo es toda la creación, te saludo.
—Con pocas palabras has cruzado esa pared, escógelas útiles a tu propósito.
—Hermana, para mi pueblo tu también eres la madre, porque la vida no es vida sin la muerte, ni esta es sin la primera, y puesto así, son ambas la misma cosa. Si mi pueblo no se equivoca, tienes tantos hijos como hijos han habido. Confiamos en ti y en los círculos que caminas.
Un viento seco me hizo pestañear y volví a mi sillón.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes