Observo la navideña estampa de la cena familiar. Un año atrás yo era uno más. El árbol en el centro del decorado salón, viste las mismas luces. En la larga mesa se ha disimulado el hueco de mi ausencia. El centro decorado con dos candelabros, testigos mudos de aquella noche. Contemplo su superficie plateada, sin rastro de sangre, olvidando por un instante que los fantasmas no tienen reflejo. La mano nervuda de mi padre examina el objeto, su rostro rezuma añoranza. Bien sé yo que no es por mi muerte, si no por todos los proyectos que se vieron truncados con ella. Mi madre, en la otra punta de la mesa, bebe con tranquilidad un vaso de agua, disimulando un buen chorro de vodka. Mis dos hermanos, calcos rubios con ojos grises como aceros afilados, dignos sucesores de mi padre, le observan expectantes. Mis cuñadas aparecen por la puerta, la dulce y apocada Sofía soportando las absurdas diatribas de Celine, un auténtico pavo real en época de celo.
En mi última cena, Sofía esperaba a que su marido finalizara una reunión. Mi madre bebía su agua, ignorando la mirada arrogante y displicente de mi padre. Mi otro hermano, metía mano a la camarera de turno en el cuarto de la colada, mientras Céline repasaba el maquillaje en su habitación. Mis sobrinos, al igual que este año, permanecían olvidados en una sala con todos los dispositivos móviles que pudieran proporcionar una hibernación programada. Yo observaba el paisaje a través de la ventana de la antesala del salón, atraído por la luna llena teñida de un extraño color rojizo. La laguna se distinguía perfectamente. Las hojas eran agitadas por el viento, antes de que un reflejo metálico me sorprendiera. Poco después, un juez certificó mi muerte.
Saludos Insurgentes
¡Enhorabuena!