El fogonazo del atentado invadió nuestras retinas y sentí que estaba vivo. Nuestro avión despegaría del infierno inmediatamente cuando tendido en el suelo, aún armado, desmembrado y con esos ojos que tras el turbante de talibán hablaban por si solos, vi un adolescente analfabeto que no preguntaba a las sombras por quien moría. La imagen me sobresaltó. A sus pies su madre recogía una de sus piernas del suelo. Me miró impasible. El convoy partía y me di la vuelta sin mencionar palabra. Corrí al vehículo pero antes de subir se me ocurrió mirar a atrás. En su mirada solo vi perdón.
Sabía que la orden era clara. Me costaría mucho convencer a los aliados, pero si sobrevivía, daría a los dirigentes las explicaciones necesarias. Les condenaba a una muerte casi segura pero todos éramos conscientes de que con nuestra partida les garantizábamos las llaves del mundo entero. Tenía el mando y solo una orden concisa que dar.
¡Nos quedamos y luchamos!
Los soldados que acudieron estaban asustados, pero repletos de de valor y orgullo. En lugar de drama, vi en sus miradas esperanza. Millares de voluntarios civiles abanderados de todas las nacionalidades entraron con nosotros en el parlamento, ocupado por los talibanes, con la mujer cargando al difunto y un video proporcionado por naciones unidas, con imágenes de la yihad y sus indiscriminados asesinatos en nombre de Ala; escondían reconquistar el mundo y someterlo bajo su califato, rememorando la milenaria invasión nutrida por el odio.
No sabían leer pero entendieron con imágenes que solo eran marionetas.