Tras el Solsticio de Invierno, la tormenta de nieve estalló y el aire gélido se coló entre los troncos gruesos que envolvían la aldea de Matmata. Las cabañas de madera eran asaltadas por susurros de vaho que se arrollaban en el aura de los habitantes, quienes eran incapaces de despegar su mirada de la caída de los copos de nieve. La belleza de estos cristales en su naturaleza podía significar dos cosas para los aldeanos: la magia del invierno o la esencia de la muerte.
La familia de Isaac lo tenía claro, los cazadores eternos se despertaban cuando el bosque se teñía de blanco. Sin embargo, el benjamín de la casa apostaba por la magia invernal y el dulce chocolate caliente que le solía preparar la señora Hermilda. Por ello, mientras la noche se apoderaba del control de sus progenitores, decidió ponerse sus botines de piel, encendió una antorcha y, cuando se escondió bajo su capucha, solo quedaba un largo rastro de pasos hundidos.
Al llegar al Árbol Sagrado, no pudo evitar fijarse en un destello blanco. Tras este, se encontraban unos ojos brillantes, pertenecientes a una cara afilada con orejas puntiagudas negras. En el centro de su frente, una luna dorada brillaba, contrastando con el resto de su largo pelaje blanco que cubría un cuerpo humano colosal. Donde el pelaje terminaba, se asomaban unos brazos y unas piernas desproporcionadas del mismo color que su rostro.
Isaac, inmóvil, únicamente fue capaz de mover sus ojos, permitiendo observar a otra criatura, pero de dimensiones más grandes. Lo que le depararían estos cuerpos sombríos era impensable para él, pues a sus tan solo siete años, tendría que enfrentarse a la desgarradora cara de la muerte.
Me ha encantado, enhorabuena!
Saludos Insurgentes