Tras el Solsticio de Invierno, la tormenta de nieve estalló y el aire gélido se coló entre los troncos gruesos que envolvían la aldea de Matmata. Las cabañas de madera eran asaltadas por susurros de vaho que se incrustaban en el alma de los habitantes, quienes no despegaban su mirada de la caída de los copos de nieve. La belleza de estos cristales en su naturaleza podía significar dos cosas para los aldeanos: la magia del invierno o la esencia de la muerte.
La familia de Isaac lo tenía claro, los cazadores eternos se despertaban cuando el bosque se teñía de blanco. Sin embargo, el benjamín de la casa apostaba por la magia invernal y el dulce chocolate caliente que le solía preparar la señora Hermilda. Por ello, mientras su familia se encontraba entre los brazos de Morfeo, decidió ponerse sus botines de piel en silencio. Después, encendió una antorcha y se escondió bajo su capucha blanca de borrego. Tras cerrar la puerta con cautela, solo quedaba un largo rastro de pasos hundidos entre la niebla helada.
Al llegar al Árbol Sagrado, no pudo evitar fijarse en un destello blanco. Tras este, se encontraban unos ojos brillantes, pertenecientes a una cara negra y afilada que abrazaban unas orejas largas y puntiagudas. Sobre su mentón afilado se confesaba su mudez, la inexistencia de una boca a la que alimentar con miedo. En el centro de su frente una luna dorada brillaba, contrastando con el resto de su largo pelaje blanco que cubría un cuerpo humano colosal. Además, allí donde el pelaje terminaba, se asomaban unos brazos y unas piernas desproporcionadas del mismo color que su rostro.
Isaac, inmóvil, únicamente fue capaz de mover sus ojos, permitiendo observar a una segunda criatura de una dimensión todavía más desproporcionada e invirtiendo los colores de su carabina. La forma de su cuerpo no se quedaba lejos a la de la anatomía de los dragones, destacando una boca llena de colmillos afilados y la ausencia de sus ojos.
Lo que le depararían estos cuerpos sombríos era impensable para Isaac, pues a sus tan solo siete años, tendría que enfrentarse a la desgarradora cara de la muerte. Con la mirada fija en el resplandor blanco, sus ojos se tiñeron de blanco y levitó. Levitó hasta colocarse en la copa del Árbol Sagrado. La tierra que lo rodeaba empezó a temblar y las raíces salieron de esta, hasta que un hoyo descubrió su semilla: un cráneo, el cráneo de Valquiria, el espectro que se alimenta de las almas de los muertos. No era el Árbol Sagrado, nunca lo había sido, era el árbol de la muerte y estas dos criaturas quienes conseguían nutrirlo.
El alma de Isaac dejó su cuerpo para colarse en el cráneo de Valquiria, pero el amor que residía en su alma y corazón era tan puro que combatió contra la maldad del espectro negro.
Al final, el amor es el arma más fuerte contra cualquier tipo de malicia.
Fantasía, con una dosis de realidad.
Me ha encantado, enhorabuena!
Saludos Insurgentes
Feliz año.