No sé en qué momento se torció todo. Solo recuerdo a un hombre con aspecto de militar sujetándome del brazo y metiéndome en un Jeep.
Me hizo unas cuantas preguntas fáciles y dijo saber quiénes eran mis padres y dónde estaban. No sé por qué, pero le creí. No parecía la clase de tío que iba por ahí contando trolas.
—Te pondré a salvo, chico. Palabra.
¿Por qué me llamaba "chico"? Si conocía a mis padres, sabría también mi nombre, ¿no? Bueno, ya me acostumbraría.
En absoluto. Después de un mes, seguía sin asimilarlo. Algo raro estaba sucediendo y aquel tipo uniformado no estaba por la labor de colaborar:
—¿Por qué comemos todos los días lo mismo?
—Bueno, digamos que ahora la gente tiene mucha hambre y la comida se acaba muy rápido. Es complicado.
—¿Y no podemos ir al supermercado?
—Está cerrado. Todos lo están.
—¿Es que se han ido de vacaciones?
—Algo así, supongo. Unas vacaciones muy especiales.
—¿A dónde han ido?
—Donde han podido, chico. Donde han podido.
También solía decirme que era peligroso ir a jugar fuera porque había «gente mala que podía hacerme daño». Yo contestaba que la mayoría de gente era buena y él replicaba que «eso se había acabado». Después, agachaba la cabeza y guardaba silencio.
No es que echara de menos mi casa, pero me gustaría volver. Quería ver a mamá y pa…
¡Papá! Cuando lo vi aparecer a lo lejos, corrí a su encuentro. Me estrechó con fuerza. Mucha fuerza. Demasiada, quizá. Creí sentir las lágrimas rodando por sus mejillas. ¿Los papás lloran? Seguro que eran imaginaciones mías.
—Te quiero, hijo.
—Y yo a ti, papá. –respondí, algo confuso.
De camino a casa, no dejó de mirarme por el espejo delantero del coche. Le pregunté qué pasaba.
—Que te quiero, hijo. Eso pasa.
«Eso ya lo has dicho», pensé. Pero no lo expresé en voz alta. Habría sido de mala educación.