Tiene diez años y habita uno de esos rincones del planeta que a nadie parece importarles. Es bien conocido por todos que aquel país se ha convertido en una zona inhabitable. Prácticamente se ha convertido en un desierto gigante por culpa del calentamiento global y ya pocos de sus recursos están disponibles. Para colmo en los últimos años se ha desatado una guerra civil en la cual, como ocurre en todas las guerras, no está ganando nadie. La única opción es llegar a la otra orilla, la esperanza solo es posible con la huida.
Cuando se vive en un lugar sin oportunidades, y además se tiene un hijo, cruzar el Mediterráneo es lo único que queda. Por eso sus padres, él, y treinta y siete personas más, deciden cabalgar las olas, impulsados por el deseo de un futuro decente, y aunque el miedo es inevitable, es mucho menor que el miedo que supone quedarse.
Tras muchas horas, tienen la suerte que muchos no encuentran, y consiguen llegar. Una vez en tierra los niños son tomados como prioridad, y son atendidos y protegidos por el ejercito y todos los responsables encargados de su seguridad. Los adultos, sin embargo, deben pasar una serie de controles donde se decidirá si se quedan o son repatriados. Muchos piensan que los del otro lado vienen a quitarles su trabajo y sus derechos.
Tiene diez años, se llama Carlos, y ha tenido que escapar de España con sus padres y treinta y siete personas más en una patera. Marruecos es su única esperanza. Mete la mano en su bolsillo y encuentra una nota:
“Hace años era la nuestra la orilla de la suerte, hijo mío. El enemigo nunca está en la otra orilla, el enemigo siempre es la intolerancia. Recuérdalo siempre. Ojalá nos veamos pronto”