La jornada en la farmacia de George St. está extinguiéndose. El ajetreo del día se ha convertido en un simple goteo de clientes. El final anodino se interrumpe por la entrada de un sesentón con sotana negra, adornada con ribetes, botones y faja rojos. Le acompaña una pareja de fornidos trajeados con el rostro severo. Uno de ellos habla:
—Su Eminencia el Cardenal quiere hablar con ella.
—Buenos días, señores —dice el dependiente, tratando de mantener la calma—. Es un honor tan ilustre visita. Pero no llego a entender la petición.
—Gillian Edgars. Nuestros servicios secretos nos han informado que está instalada en este lugar desde hace varios siglos.
—…
—Mire, joven —dice con tono afable el propio Cardenal —. No tiene de qué preocuparse. Necesitamos la ayuda de la señorita Edgars. Vaya adentro, háblele y que decida ella.
Tras dudar, se marcha a la rebotica. A los minutos sale e invita a entrar al señor del hábito.
—Solo usted.
—Tranquilos, espérenme aquí.
Caminan por innumerables pasillos hasta que acceden a una sala espaciosa llena de libros, utensilios y productos para brebajes.
—¿A qué debo su presencia?
—Me advirtieron de su belleza.
—…
—El Sumo Pontífice quiere corregir unos asuntos. Sabemos que usted puede abrir portales dimensionales. La Iglesia ha proyectado varias incursiones al pasado para limpiar su nombre. Eliminaremos, antes de que se manifiesten, a clérigos pederastas, inquisidores y algún caso más.
—Hacer eso traerá consecuencias imprevistas. Es mejor respetar la historia.
—Lleva una eternidad encerrada aquí. ¿Cómo puede decir eso?
—Aquí puedo trabajar con discreción. Mire, no debo hacer algo que compete a un mago negro.
—Me lo temía —dice mientras saca una varita—Fac te pusillum et intra hydria.
Antes de poder contrarrestar el hechizo, Gillian empequeñece y queda encerrada en un frasco.
—Ahí aguardarás hasta que decidas ayudarnos.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes