Lo consiguieron, en el último momento.
Ellos que venían armados hasta las trancas, que parecían arramplar con todo a cada paso, pero al final del brillo de su mirada atisbé un rayo de esperanza, y sin mediar palabra él asintió.
Ladeo su cabeza hacia la izquierda, dando un toque indicándome que lo siguiera. Y lo seguí.
La situación se abría paso a los caminos del infierno, había bombardeos en todas las esquinas, incendiaban edificios y estaban a punto de cerrar las fronteras, nos quedaríamos atrapados entre los barrotes del miedo, y el pánico amanecería en nuestros ojos en cada despertar. Pero en los suyos no por favor, él se tenía que salvar.
No hablábamos el mismo idioma, pero nos entendimos, puse a mi hijo en sus brazos. Él asintió, lo rodeo con los suyos y lo escondió en el furgón. Arrancaron.
Y dentro de mí se destrozaba lo que él podría construir en un país sin guerra. Afganistán ya no era un lugar seguro.
Lo conseguimos, años después. Después del hambre, de la miseria y la pobreza. Un tío de mi madre movía papeles fuera del país desde hacía meses. Nosotros íbamos a la embajada todos los días. Doble nacionalidad, repetíamos cada mañana. Volveré a verte pequeño, repetía yo cada noche.
Y ahora, desde la ventana del avión veíamos la guerra como sombras del pasado. Y con lágrimas en los ojos veíamos un futuro incierto. Eso sí, nuestra familia volvería a unirse.
