"Escribir es como echar un polvo. Un día te sale uno bueno y otro día uno malo, de esos que dices, no me tenía que haber quitado ni los zapatos" había concluido en su entrevista en el periódico Vozpópuli el ocho de agosto de 2017.
Tenía cerca de los ochenta y un años y su vida había estado llena de aventuras que había plasmado en el papel. Cien libros a sus espaldas y miles de artículos llenaban la vida de Alberto. Amores, cientos de amores vividos. Viajes en busca de lo desconocido al igual que Julio Verne llenaban las estanterías de sus lectores.
Luna, una joven Saharaui, había conseguido ir a Madrid a estudiar, buscando encontrar sus raíces en plena capital, alejada de la arena que un día la vio nacer.
Aquella mañana cuando entró en el café Gijón, lo vio frente a ella, sentado en una mesa de mármol negro veteado cuyas patas de madera entonaban con las revestidas paredes. Las columnas de hierro colado recordaban otra época y su menté leyó de nuevo la carta que le dejó su madre unos días antes de morir. Sujetaba el periódico en sus manos, con las piernas cruzadas, recostado sobre uno de los sillones rojos del centro del local. Se acercó a él, lo saludó y sin saber cómo se sentó a su lado.
Él no se extrañó, estaba acostumbrado a que lo parase la gente y le pidiese un autógrafo pero esta vez fue diferente. Ante él había una chica de unos veinte años aproximadamente, de tez morena, con unos preciosos ojos negros y unos carnosos labios. Lo miró fijamente, con una sonrisa cariñosa dejo que su dulce voz, pronunciara la palabra abuelo.
Luna era nieta de Laila, una esclava de la tribu de los Tuareg, que un día se vio atrapada en una tormenta en el desierto, cerca de un campamento del Sahara donde Alberto junto a varios periodistas se había instalado para cubrir una noticias sobre el país Africano tierra de nadie durante su descolonización.
Entonces, el octogenario de cabello blanco y cataratas propias de la edad, le cogió las manos y le dijo:
—La arena, el sonido de los bombardeos, la fiebre, la huida en medio de la noche, el desconcierto, la distancia, el tiempo, nunca pudo borrar los ojos de tu abuela aquella noche. Su dulzura curándome aquella herida, mientras sus labios calmaban mi dolor con sus besos y el brillo de sus ojos negros atenuando mis miedos. Laila, siempre ha sido Laila. La hermosa luna del desierto nos unió y la siguiente luna nos volvió a separar pero siempre quedó su recuerdo y en mi pluma siempre estuvo el nombre de mi primer amor.
Llena de ternura y amor!
Saludos Insurgentes