El Parque del Retiro se engalanaba con casetas blancas para celebrar la Feria del Libro, pero hoy no me perdería entre ellas porque se celebraba un recital de poesía. Para la ocasión, elegí un atuendo cuidadosamente pensado. Una falda larga y blanca flotaba alrededor de mis piernas, acompañada de una blusa estampada bohemia. Después, recogí mi cabello en una coleta baja y despeinada, dejando que algunos mechones se escapasen.
Siempre he sido una de esas personas que escriben cartas. Cartas para amar, para llorar e incluso para sanar, y siempre me he sentido diferente por ello. Ya no existe esa necesidad de escoger cada palabra con cautela para expresar lo que se esconde detrás de cada latido, de cada lágrima, de cada herida. Por eso, cuando se pronunció mi nombre, aclaré mi voz y, una vez en el escenario, supe el poema que recitaría.
— «Todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fueran ridículas. También escribí en mi tiempo cartas de amor, como las demás: ridículas. [...] Pero, después de todo, solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor, son ridículas».
Cuando regresé a mi asiento, se dirigieron hacia mí tus ojos profundos y verdes y yo no pude evitar fijarme en cómo tu pelo de color oscuro caía en suaves ondas.
— Fernando Pessoa — gesticulaste sin hablar.
Esperé a que el recital concluyera para acercarme a ti y no pude evitar en fijarme en que tu camisa de lino marrón estaba ligeramente desabotonada.
— ¿Cómo has sabido que era de Pessoa?
— ¿Sabes por qué pensaba que quienes no escriben cartas de amor son ridículos? Porque él escribió cincuenta cartas al único amor que tuvo, Ophelia — dejaste asomar una sonrisa —. Me licencié en Filología Portuguesa y debo admitir que es uno de mis poemas favoritos.
— Vaya, no sé qué decir — murmuré tímida.
— Le ruego que se quede.
— ¿Perdón?
Una sutil sonrisa se dibujó en tus labios, revelando hoyuelos cerca de la comisura de tu boca. Después, hundiste las manos en tus bolsillos y me miraste fijamente a los ojos.
— Fue una de las formas en que Pessoa se declaró a Ophelia. Le dejó una nota en la mesa donde escribió «Le ruego que se quede».
— ¿Y se quedó?
No me contestaste. Con las manos en los bolsillos esbozaste una mueca divertida y giraste sobre tus talones hasta perderte en el profundo verde del Retiro. Pensé en por qué habías dejado mi pregunta flotando en el aire. Necesitaba una respuesta. Creo que era de esas personas que notaban sus pulmones más pesados cada vez que le faltaban respuestas, así que metí la mano en el bolso para sacar el móvil. Sorprendentemente, cayó una nota que se deslizó ligeramente hasta rozar el suelo. Al leerla, se torcieron mis labios, pronunciando tenues surcos cerca de mi comisura izquierda.
«Le ruego que se quede. Quédate y decídete a buscarme en la cafetería Amatista. Leo García».
De lectura fácil y narración perfecta.
Enhorabuena compañera!
Saludos Insurgentes
Un saludo Leyre.