Polvo y una pequeña telaraña adornaba el lomo del cuento en lo más alto de la estantería. Abandonado y triste. Inerte para los habitantes de aquella casa tan ocupados que no se preocupaban de cuidar lo más valioso que tenían: los libros antiguos. Se sentía el patito feo entre tantos libros nuevos, relucientes y ubicados en mejores posiciones de los estantes. Nadie se fijaba un poco más arriba.
Con la hojas amarillentas, pegadas y emanando ese olor tan característico de libro antiguo vio al chico que cotilleaba entre los vecinos de abajo. Siseó.
— ¡Eh, tú! ¿Me coges por favor? — dijo el libro.
El pequeño movimiento, que hizo pensar a Leo que le caería en la cabeza y le dio la pista de que el libro se había movido.
— ¿Quiere dejar de mirar con un panoli hacia arriba? — insistió con tono enfadado.
— Perdona, pero no estoy acostumbrado a que los libros me hablen — contestó atónito el chico.
— Siempre hablan, pero no les escucháis. Ahora que por fin he conseguido que alguien me escuche, ¿me abres? Necesito estirar las páginas y airearme. No sé cuándo fue la última vez que me abrieron — relataba el cuento.
Leo no acertaba a articular ni media palabra y, obediente, cogió el libro de la parte alta de la estantería. Inspiró su fragancia, como solo hacen los amantes de los libros y lo abrió. Entonces, se hizo la magia.
Los personajes saltaban páginas, las ilustraciones se encogían y estiraban, los números revoloteaban y las palabras se reunían en el índice para charlar entre ellas y ponerse al día.
Leo observaba el espectáculo atónito. Consiguió hablar.
— Pero, ¿esto es normal? ¿me estoy volviendo loco cual Quijote?
— Chico, con ese nombre deberías saber mucho más sobre los libros.
Los libros siempre hablan.
Saludos Insurgentes
Saludos.