«Los primeros besos no son como en los cuentos de hadas»

Mi primer beso podría considerarse propio de una tragicomedia de Lope de Vega. Sucedió el mismo año que comencé el instituto. Mi contacto hasta ese día con los hombres era nulo. Ni por asomo me figuraba la situación. La reacción fue proporcional a mis pocas expectativas o a la realidad. Los cuentos de princesas nos engañan, no es momento romántico ni estás preparada para probar otras babas. Creo que ni estaba segura de querer saber su sabor. 
David Palomo, el apellido es suficiente como descripción, coprotagoniza este relato. A los  quince años era una paguata, pasaba más tiempo en las parras que en tierra. La intención era pasar desapercibida, bastante protagonismo tuve en el colegio anterior, no precisamente como reina de primavera ni del baile. Pero metí la pata otra vez, suerte que las consecuencias no alcanzaron los mismos niveles y a los días se convirtió en la anécdota de los compañeros y compañeras del pueblo. 
Una compañera de clase nos presentó. Nuestro idilio duró lo que tardó en llegar el primer beso, tres días. Un día lluvioso donde hice más el ridículo que probar las mieles de la pasión. Palomo y yo estábamos sentados en un banco del pasillo principal del instituto charlando de nada, escaseaban las aficiones en común. Inesperadamente se lanzó hacia mí. Como un cervatillo asustado, perdido en mitad de la urbe, escapé. El roce de la lengua y la saliva me dieron repelús, justo cuando sonaba la campana de vuelta del recreo y los alumnos y alumnas cruzaban el pasillo de vueltas a las aulas. El ridículo fue monumental a la par que comentado durante un par de días. 
No fue un beso de cuento de hadas, más bien de película de terror de clase B. El paso del tiempo me ha ayudado a recordarlo con humor y a reconocer los auténticos besos de película dignos de Óscar.