«Los próximos somos nosotros»

A veces la tragedia que nos roza también nos absorbe. Le ocurrió a Philip Stern. Estaba en su oficina de la planta 93 de la Torre Sur del World Trade Center, estrenando el día, un martes como cualquier otro, cuando escuchó el sonido demasiado cercano de un avión. Se aproximó, junto a otros compañeros, a la ventana, y vieron cómo un avión hacía maniobras para colocarse. ¿Colocarse? Sí, colocarse para impactar contra la Torre Norte. La onda expansiva de la bola de fuego en que se convirtieron torre y avión los mandó al suelo. Philip escuchó llantos y gritos, pero él se quedó paralizado. 

Un compañero no podía parar de repetir que aquello era una desgracia porque lo atribuía a un accidente. Otros discutían sobre lo mismo con la distancia del terror ajeno. Mientras, Philip se quedó en el suelo, los ojos abiertos, fijos en el techo, intentando comprender que esto era el final del mundo que había conocido. Había percibido claramente la intencionalidad del impacto. Después se cruzó otro pensamiento: la vida es puro azar, él estaba vivo porque el avión había elegido la Torre Norte, quizá porque en alguna de las maniobras anteriores le había quedado más fácil chocar contra ella.

Entonces entendió que puede haber azar en los atentados (pensó en alguien que hipotéticamente hubiera perdido el avión que luego se estrelló) pero siempre hay una base preparada. No tenía ningún sentido destruir una torre y dejar otra en pie como símbolo de resistencia. La Torre Sur, la suya, también sería atacada. Se levantó y gritó: "¡Los próximos somos nosotros!". Y volvió a escuchar lo mismo que 17 minutos antes: un avión cada vez más cerca.