Dos de las cuatro ventanillas únicamente bajaban hasta la mitad. Con cada imperfección de la carretera nos clavábamos los metales escondidos bajo la desgastada tela de los asientos. Sudábamos cada uno de los 45 grados que se concentraban en el coche. Mi hermano y yo, dos niños capaces de reírse, pelearse, jugar, llorar, enloquecer y dormir durante las 16 horas de viaje que separaban nuestra casa de la de nuestra abuela en Al-Mukalla.
Mi madre reinventando los límites de la imaginación, poniendo tiritas a nuestro aburrimiento que solo aguantarían pegadas unos minutos. Mi padre temiendo por la salud mental de los cuatro allí presentes, usando el último recurso. Ese que daba resultado cada verano. La única cinta en inglés que teníamos. Ahora que lo pienso, posiblemente también era la única en todo el vecindario. Mi padre siempre fue un pionero.
Tras escuchar el mágico click que hace una cinta al ser insertada en la radio, mi hermano y yo nos sumergíamos en esos primeros acordes de guitarra tan característicos. Esperábamos impacientes el momento para gritar al mismo tiempo que el señor Jagger:
“SATISFACTION!”
La única palabra en inglés que conocíamos a pesar de que cada año mi padre nos recordaba que “Rolling Stone es una persona que nunca está mucho tiempo en el mismo lugar”.
De repente, un verano resultó ser el último. La guerra civil estalló. Nunca más volvimos al precioso pueblo costero de mi abuela. En la capital, Saná, la situación se complicó demasiado. Mis padres nos metieron en un camión, los esperamos al otro lado de la frontera pero jamás volvimos a verlos. Posiblemente cayeron en alguno de los controles que atestaban el país.
Dos campos de refugiados, tres familias de acogida y cinco países después ya entiendo perfectamente el significado, papá. Yo también soy un Rolling Stone.