Nadie de los que aquella tarde de verano estaban en el Estadio Olímpico de Berlín sabía que entre los corredores de la calle 3 y 5 había algo más que un atleta estadounidense. Ni siquiera el competidor de la calle 4 sospechaba que justo a ambos lados, además del competitivo, brotaba un sentimiento más carnal y pasional.
Los días previos a la gran final habían servido para que Christoph Meier, una de las grandes esperanzas atléticas de la Alemania nazi para aquellos juegos olímpicos; y Igor Fedorov, un prometedor velocista soviético, pasaran de la admiración secreta a las miradas furtivas y de ahí a una relación tan prohibida y efímera como real y ardiente.
Ambos sabían que sus encuentros no debían tener más testigos que sus propios ojos. Los dos eran conocedores que el castigo de un romance como tal tendría una mayor gravedad que tirar varios años de entrenamiento a la basura.
Y eso era precisamente lo que hizo que aquel idilio cobrara a cada segundo un mayor fervor. Saber que ese amor estaba condenado a morir en pocos días, advertir que el tacto y el olor de sus cuerpos permanecería únicamente en el recuerdo de ambos.
Mientras esperaban el pistoletazo de salida maldecían su fortuna de ni siquiera poder mirarse a los ojos quizás por última vez. Tan solo estaban a unos pocos segundos y a 100 metros de que aquellas jornadas, aquellas inolvidables jornadas, fueran parte de un pasado melancólico tan felizmente infeliz.
Esos instantes previos a la gran prueba final ni siquiera estaban centrados en luchar por aquello en lo que llevaban meses de preparación. Solo anhelaban poder darse un simple e inocente apretón de manos como colofón a su relación más veraz.
Al final, ganó el corredor de la calle 4.