«Mi deseo para ti»

La única diferencia con aquel entonces radica en que hoy es domingo, y el día que llovieron personas fue un martes.
Un estruendo; un temblor; una mentira contada a tiempo que impida que cunda el pánico; una masa de humo que ciega el campo visual, tal vez producto de la explosión de un escape de gas; personas arriba, en los rascacielos, y personas abajo, en la calle; temíamos hablar; temíamos pensar en qué habría provocado la llamarada que hizo palpitar los cristales del edificio.
El año anterior a ese suceso disfrutaba de un plácido día festejando el día autonómico de Cataluña y el cumpleaños de mi hija. Al recordar tan dicharacheros festejos, me costó levantarme de la cama e ir al trabajo para lo que algunos describirían como un día más; para otros fue un día menos; para otros fue su primer día; para otros, sin saberlo, sería el último.
Mi hija cumplía cuatro años aquel martes; hubiera preferido no ser testigo de lo que vi y haber celebrado una tranquila fiesta familiar.
Recuerdo con intensidad la sensación en la oficina de que no debía estar donde estaba; que algo malo ocurriría. Recogí mis enseres apresurado, me despedí y raudo bajé las interminables escaleras.
Recuerdo diez minutos después ser espectador desde el patio de butacas de la calle de la fatídica verdad.
Corrí a casa a dar parte de la noticia a mi esposa.
Llegué tarde para ver soplar las velas a mi hija, aunque por la noche me confesó al oído cuál había sido su deseo: "he pedido que no trabajes en un sitio estresante".
Se lo agradecí, aunque para que yo gozara de suerte tuvieran cientos de personas que desprenderse a la fuerza de la suya. No obstante, desde el incidente no consigo sacudirme la culpa; han pasado más de siete mil dias, y los que quedan.