Aún atenuado por las paredes de piedra del vestuario puede escuchar, sentir, el rugido de las miles de voces expectantes y ansiosas del público que espera en el estadio la prueba estrella de los juegos.
A su alrededor, sus jóvenes competidores se afanan en los últimos preparativos. Concentrados, hoscos y callados unos, nerviosamente ruidosos otros. Pocos superan los 16 años. Fibrosamente ligeros e inconscientemente temerarios, prácticamente volarán en sus cuádrigas.
Nada de esto le hace desviar la atención de la silueta que se recorta contra la puerta por la que entran los rayos del inclemente sol del verano. La silueta de un cuerpo que conoce mejor que el suyo propio, cada músculo cincelado por el entrenamiento, cada cicatriz causada en aventuras, luchas y juegos compartidos.
Observa admirado ese cuerpo perfecto, lástima que esta sea la única competición en la que tiene que cubrirse. Por suerte, ni el largo xystis blanco, que está terminando de anudarse a la cintura con una sencilla cuerda, puede ocultar tal perfección. Sonríe, él se vuelve, le mira y le devuelve esa franca sonrisa tan suya, que ilumina un rostro emocionado por la inminente carrera.
Le quiere con todo su corazón, de la forma que sólo puede quererse a un compañero con el que lo ha vivido, aprendido y compartido todo.
Aun así va a derrotarle, debe derrotarle, aunque lo sea todo para él, sólo es Hefestión y él, él es Alejandro.