«¿Oro, plata o bronce?»

Y allí estaba. Una vez más. No era la primera vez que se enfrentaba a una situación similar. Había estado en los JJOO de Río y ahora se encontraba, cinco años después, ante una multitud que la esperaba expectante bajo la mascarilla antes de la competición de florete.
Podía escuchar palabras de aliento y a sus compañeras de equipo que la animaban. Sin embargo, ella estaba paralizada. La esgrima siempre había sido su pasión. Había convencido a sus padres para que le dejaran practicar ese deporte a los 6 años, justo después de ver una película sobre un par de gemelas que se intercambiaban y blandían espadas con trajes como si fueran apicultoras. Le había fascinado.
Aquello le hizo recordar qué la había paralizado. Sus dos pequeños. Era la primera vez que se alejaba tanto de ellos y durante tanto tiempo. Había sido madre en el transcurso de las dos últimas olimpíadas. De gemelos. Ahora se enfrentaba a los miedos de una madre primeriza y olímpica, al pánico de haber hecho lo correcto, al "qué dirán" de una madre que deja a sus hijos atrás para perseguir sus sueños, a los rumores que empezaba a escuchar "¿Estaría ella a la altura de esa competición después del parto?". Quizá no se merecía ni el bronce en la maternidad.

-Paola, tu turno. ¿Estás preparada?

Lo siguiente que recordaba era estar mordiendo la medalla de oro entre lágrimas y sujetando con más fuerza que nunca la pulsera con las iniciales de sus hijos.

Lo había conseguido. Había ganado el oro. Era una buena madre. Había estado a la altura. Lo sabía. No necesitaba que nadie más se lo dijera. Ella sabía que lo era.